Música Principia

“Nacido con un alma normal, le pedí otra a la música: fue el comienzo de desastres maravillosos...”. E. M. Cioran, Silogismos de la amargura.

"Por la música, misteriosa forma del tiempo". Borges, El otro poema de los dones.

viernes, 2 de julio de 2010

Palabra mayor de Von Balthasar




Cuando leo a Von Balthasar me encuentro con lo mejor de mi. Reconozco la dimensión de mis propias pasiones, de mis búsquedas y anhelos. Y por eso mismo de mis limitaciones y la imposibilidad real de superarlas. Leer a Von Balthasar es un despertar sobre mi propia identidad y realidad.  Me doy cuenta que conozco casi nada o muy poco. Que siempre seré un aprendiz incipiente de los misterios del arte y la música. Veo los siete volúmenes de  Gloria, una estética teológica y el cuerpo me tiembla, mi  mente se nubla asombrada. ¡Cuánto sabía este hombre! ¡Cómo se puede llegara a saber de ese modo! 

Von Balthasar perteneció a un mundo que para mi resulta inasible. Tuvo una formación intelectual, sensorial y espiritual profunda y vasta. De un modo que hoy en día nadie tiene. Uniendo diversos campos de interés con una solvencia sobrecogedora. No es el saber del polígrafo o del periodistilla. Sino, el saber del teólogo que, habiendo pasado por la formación filosófica y humanística necesaria, se atreve a mirar algo tan maravilloso y complejo como la experiencia estética y sus potencias inmanentes y trascendentes. Mirar lo sensible de la experiencia y realidad del ser como mediación integral. La "gloria" es eso. Comprender el misterio de la mediación y cómo estamos constituidos de tal modo que sólo podemos acceder a lo espiritual desde la mediación material. Pero esta consideración del ser será posible si nuestra inteligencia y voluntad reconocen la integridad del ser en su verdad, bondad y belleza. 

En la introducción de primer tomo de GloriaLa Percepción y la Forma, Von Balthasar escribió una de las páginas más luminosas del último siglo. Me limitaré a citar las ideas más hermosas de Punto de partida y propósito final. Una de las reflexiones más profundas sobre la belleza y el poder transformador de la misma en conciliación con la verdad y el bien. 

"La palabra con la que en este primer volumen iniciamos toda una serie de estudios teológicos es una palabra que no sirve de punto de partida a los filósofos, si bien puede constituir el término final de sus reflexiones; una palabra que, por otra parte, nunca ha tenido una voz ni un puesto garantizado y estable en el concierto de las ciencias exactas, y que, cuando alguien se atreve a tematizarla, se ve acusado de diletantismo ocioso por los superatareados especialistas; una palabra, además, de la que, en la época moderna, se ha distanciado la religión y especialmente la teología, las cuales han delimitado enérgicamente sus fronteras frente a ella; en resumen, una palabra anacrónica para la filosofía, la ciencia y la teología, una palabra de la que en modo alguno puede hacerse hoy alarde y con la que se arriesga uno a predicar en el desierto. Ahora bien, si el filósofo no puede comenzar por esta palabra, sino (en el caso de que entretanto no la haya olvidado) a lo sumo terminar, ¿no debería quizá el cristiano considerarla como su palabra inicial justamente por ésto? Y, puesto que las ciencias exactas ya no disponen de tiempo para dedicarse a ella (ni tampoco la teología, en la medida en que utiliza un método que se aproxima cada vez más al de las ciencias exactas y participa de su atmósfera), ha sonado quizá más claramente que nunca la hora de perforar la coraza de este tipo de exactitud, que sólo es capaz de comprender un ámbito muy limitado de la realidad, a fin de abrirnos nuevamente a la verdad total, a la verdad que es atributo trascendental del ser y no es una magnitud abstracta sino el vínculo vital entre Dios y el mundo. Y, finalmente, puesto que la religión de nuestra época se ha desligado de aquella palabra, quizá no sería ocioso examinar qué rostro (si es que todavía tiene alguno) puede ofrecer esta religión hasta tal punto despojada.


Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza, última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. La belleza, que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión y que, sin embargo, cual máscara desprendida de su rostro, deja al descubierto rasgos que amenazan volverse ininteligibles para los hombres. La belleza, en la que no nos atrevemos a seguir creyendo y a la que hemos convertido en una apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos. La belleza, que (como hoy aparece bien claro) reclama para sí al menos tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien, y que no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués) podemos asegurar que —abierta o tácitamente-- ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar. El siglo XIX se aferró todavía con un entusiasmo apasionado al ropaje de bellezas huidizas, a las boyas flotantes del mundo antiguo que se hundía («Helena abraza a Fausto, lo corpóreo desaparece, el vestido y el velo se le quedan entre las manos... Los vestidos de Helena se disuelven en nubes, envuelven a Fausto, lo elevan hacia las alturas y se disipan con él», Fausto II, acto 3°); el mundo iluminado por Dios se reduce a sueño y apariencia, romanticismo, y pronto será sólo música; pero, cuando la nube se desvanece, queda una imagen insoportable de la angustia, la materia desnuda; y, dado que todo se ha desvanecido y, sin embargo, se siente la necesidad de abrazar algo, el hombre de nuestro siglo corre obligado hacia ese himeneo inalcanzable que, a la postre, le hace detestar toda forma de amor. Ahora bien, aquello que revela al hombre su impotencia, aquello que le es imposible someter, le resulta insufrible; por eso no tiene otra alternativa que negarlo o rodearlo de un silencio de muerte.

En un mundo sin belleza —aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado—, en un mundo que quizá no está privado de ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. Al fin y al cabo es otra posibilidad, e incluso más excitante; ¿por qué no sondear las profundidades satánicas? En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. Los silogismos funcionan como es debido, al ritmo prefijado, a la manera de las rotativas o de las calculadoras electrónicas que escupen determinado número de resultados por minuto, pero el proceso que lleva a concluir es un mecanismo que a nadie interesa, y la conclusión misma ni siquiera concluye nada...."

Y si esto ocurre con los trascendentales, sólo porque uno de ellos ha sido descuidado, ¿Qué ocurrirá con el ser mismo? (Gloria Volumen I, una estética teológica. La Percepción y la Forma, Introducción) 


Después de estas palabras de Von Balthasar no puedo escribir nada más. Sólo mostrar la belleza, verdad y bondad de la Pasión Según San Juan de Bach. 

Coro: Herr, unser Herrscher. La pasión según San Juan. Johan Sebastian Bach. BWV 245. Dirige. Nicolaus Harnoncourt

Señor, señor!
¡Tu gloria reina en todos los pueblos!
Muéstranos,
por tu Pasión, que Tú,
Hijo de Dios verdadero,
hasta en las mayores humillaciones
has sido glorificado.




Aria: Zerfließe, mein Herze, in Fluten der Zähren. La pasión según San Juan. Johan Sebastian Bach. BWV 245. Dirige. Nicolaus Harnoncourt.






En honor del Altísimo,
anégate, corazón mío, en amargo llanto.
Cuenta a la tierra y al cielo tu dolor.
¡Jesús ha muerto!





Recitativo y coro: Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine. La pasión según San Juan. Johan Sebastian Bach. BWV 245. Dirige. Nicolaus Harnoncourt.



Descansad en paz, restos sagrados.
Ya no lloro más.
Descansad dadme a mí también eterna paz.
Que no se esconda
el dolor en nuestro sepulcro.
¡Abridme el cielo
y cerradme el camino del infierno!

Deja Señor que, finalmente, 
tus ángeles lleven mi alma 
al seno de Abraham. 
Deja reposar dulcemente mi cuerpo 
hasta el día del Juicio.
Y entonces, despiértame 
y haz que mis ojos 
te contemplen 
en todo tu esplendor, 
¡oh Hijo de Dios, Salvador mío! 
Escúchame, Señor Jesucristo: 
¡eternamente te alabaré!

No hay comentarios: