Hace veinte años supe de la existencia del "The dark side of the moon". Antes, sólo había escuchado el célebre sigle del The Wall: Another brick in the wall Pat II, cuando era niño. En mi adolescencia Pink Floyd era un grupo considerado clásico. Los chicos del barrio casi nada sabíamos de lo que esta banda había hecho. Y el sólo nombre de Pink Floyd traía reminicencias de un pasado ignoto, aunque sin el mito que los mayores del barrio atribuían. Nosotros estabamos con Iron Maiden, Judas Priest, Saxon, etc.
Al salir de la secundaria mi bajage musical se extendió notablemente. Conocer nueva gente trajo nuevos grupos y estilos. Y el sentido de frustración se canalizó gracias a Sex Pistols, Killing Joke, etc. Cierta vez, mientras caminaba con un amigo cercano, vimos en un anaquel de revistas viejas de rock, la foto de David Gilmour enpuñando su guitarra. Compré la revista y leí un largo artículo por los veinte años de Pink Floyd (era 1987). Incluía un análsis de toda su discografía y un comentario al A momentary lapse of the reason que se había editado aquel año. De todos los títulos de los álbunes de Pink Floyd el que más me llamó la atención fue: the dark side of the moon. El nombre del disco me quedó dándo vueltas, pero como ninguno de mis amigos le interesaba aquel tipo de música, la sorpresa fue olvidada por otras más vitales.
Ya en la universidad era una marca obligada poseer una cultura musical que excediera las brabuconadas del hardcore y la pirotecnia del Heavy Metal. Y la trova cubana, argentina y española era el pasaporte al ideal de la cultura universitaria (de la república de las letras). Aunque tuve que hacer algún guiño y algunas concesiones a esas mongadas, en mi siempre latía el sentido poderoso del hard rock. Gracias a Dios, sí gracias a Dios, que conocí a un grupo de amigos tan obsesionados por el rock como yo. Aunque ahora "cabalgan en caballos desvanecidos", su influencia fue notable. Y así pude conocer a Led Zeppelin, Ten Years After, The Cream, y ahondar más en Deep Purple, Black Sabbath, etc. Y por curiosidad deductiva llegué a conocer King Crimson, Yes, Genesis, Premiata, Emerson, etc. Y de esa afamada turba ampulosa y a veces, asfixiante, reconocí a Pink Floyd. Una epifanía para aquel joven de 18 años.
Y el disco era el The dark side of the moon. Podía grabarlo de algún amigo, pero no era el caso. Tenía que tenerlo. De moneda en moneda fui juntando para mi ejemplar. Por tres semanas me abstuve de algunas cosas y llegó el día de la compra, viernes de algún día de julio de 1988. Fui al centro de la ciudad, pues en ese lugar se encontraban la mayoría de discotiendas. Me acerqué al mostrador y pregunté a un vendedor por el The dark side of the moon de Pink Floyd. El tipo me miró extrañado y me dijo si estaba seguro del título del albún. "Ese disco existe" le repliqué algo tímido. "¿Cómo es en castellano"?, me inquirió. "El lado oscuro de la luna", le respondí. Se agachó y de la parte baja del mostrador sacó un cassette con el título en castellano, editado por la EMI local: El lado oscuro de la luna. Sin probar lo compré apurado, deseoso de llegar a casa escucharlo. Recuerdo el sentido de alegría que me acompanó mientras me dirigía a casa.
Entré a mi habitación y coloqué el cassette en el SANYO, me froté las manos...y nada. "!Qué pasó!", me dije en voz alta. "¿Estará fallado?". Volví a menterlo en la cassetera y nada. Puse la radio y no había emisión. Como era costumbre en aquellos días, me acerqué al interruptor y el foco de luz no prendió. Apagón, gracias a Dios. Mi cassette no era el que fallaba. Tomé una pequeña radio a pilas que tenía casetera, coloqué los audifonos y...empezó Speak to me. Y así, mientras la noche se acercaba, una a una las canciones fueron pasando. Y al terminar Ecplise me quedé en la más absoluta oscuridad. Me aproximé hacia la ventana y la luna llena iluminaba la calle sin luces.
Durante semanas aquel albún era lo único que escuchaba. Memoricé todas las melodías, ritmos y lo poco de letras que podía entender. Al año siguiente mi cultura sobre Floyd se había incrementado notablemente, aunque mis notas universitarias, para horror de mis padres, disminuían notablemente. Pero yo era un melómano, soy un melómano. Y un adicto a Euterpe se manifiesta desde joven. Un amante de Euterpe, suelto, es de atar. Al pasar la veintena, mis gustos se fueron ampliando. Y Euterpe me llevó a otros horizontes del sonido, más sublimes quizá. Pero siempre quedó en mi el gusto por la obra de Pink Floyd, aunque reconozco sus evidentes limitaciones ante otros ejercicios creativos.
Y el lunes 12 de marzo de 2007, sin habérmelo propuesto, me hallaba a cincuenta metros de Roger Waters, la mitad de Pink Floyd. Hacía veinte años que leía un artículo sobre esta banda. Y veinte años que pensaba, soñaba, con asistir a un concierto de los Floyd... Después del intermedio, la luna se proyectó sobre una pantalla gigante y Speak to me daba inicio al albún que tanto disfruté y gocé en la "década perdida", en la década en la que mi melomanía se convirtió en uno de los centros de mi vida. Tras Eclipse, pensé: "ese disco existe". Y al llegar casa comprobé, una vez, más que este melómano también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario