Empiezan los meses inmóviles. La garúa no cesa. Son las diez de la mañana y parecen las seis; las seis del amanecer o del atardecer. Todo el día habrá la misma luz. La luz detenida por la garúa que no cesa. Invierno limeño. Porque no hay tiempo, la continuidad esta rota. Fragmentos de objetos que se vislumbran en la visión fantasmal de los días inmóviles. Hay que ser de este lugar para entenderlo.
Esta mañana, después de mucho tiempo, vuelvo a Dvorak. El concierto para violín en la menor Op 53. Es mejor que su concierto para piano y alza vuelo cercano a lo mejor de sus sinfonías. No tiene la convicción de otros conciertos para violín, como el de Tchaicovsky o el de Bruch. Tampoco la sabiduría ejemplar del de Beethoven, Mendelssohn o el de Brahms. Sin embargo esta presente en su radiante forma popular. Es breve, si consideramos la longitud de los conciertos de aquella época. Pero posee uno de los adagio más logrados de ese momento. Bello hasta la confidencia más amorosa.
Miro el cielo y una sensación de intimidad absoluta viene a mi. Me siento acompañado por mi propia presencia en la medida que la percepción de día nocturno se acrecienta. El adagio de el concierto de Dvorak alza vuelo sobre fronteras que intuyo. No hay miedo, la muerte no existe, el temor queda recluido en la celda de los tristes. El perfecto perfume de la humedad unida al ventisca limeña libera el día de la parranda tropical. Este invierno nos vuelve introspectivos a los nacidos por siglos en este mar. Los otros se desesperan. No hay nada que hacer.
Adagio. Concierto para violín en la menor Op 53 Antonin Dvorak
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