Capilla Sixtina
Sábado 21 de noviembre de 2009
Señores cardenales;
venerados hermanos en el
episcopado y en el sacerdocio;
ilustres artistas;
señoras y señores:
Con gran alegría os acojo en este
lugar solemne y rico de arte y de recuerdos. A todos y cada uno dirijo mi
cordial saludo, y os agradezco que hayáis aceptado mi invitación. Con este
encuentro deseo expresar y renovar la amistad de la Iglesia con el mundo del
arte, una amistad consolidada en el tiempo, puesto que el cristianismo, desde
sus orígenes, ha comprendido bien el valor de las artes y ha utilizado
sabiamente sus multiformes lenguajes para comunicar su mensaje inmutable de
salvación. Es preciso promover y sostener continuamente esta amistad, para que
sea auténtica y fecunda, adecuada a los tiempos y tenga en cuenta las
situaciones y los cambios sociales y culturales. Este es el motivo de nuestra
cita. Agradezco de corazón a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo
pontificio para la cultura y de la Comisión pontificia para los bienes
culturales de la Iglesia, que lo haya promovido y preparado, junto con sus
colaboradores, y le agradezco también las palabras que me acaba de dirigir.
Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las
ilustres personalidades presentes. Doy las gracias también a la Capilla musical
pontificia Sixtina que acompaña este significativo momento. Los protagonistas
de este encuentro sois vosotros, queridos e ilustres artistas, pertenecientes a
países, culturas y religiones distintas, quizá también alejados de las
experiencias religiosas, pero deseosos de mantener viva una comunicación con la
Iglesia católica y de no reducir los horizontes de la existencia a la mera
materialidad, a una visión limitada y banal. Vosotros representáis al variado
mundo de las artes y, precisamente por esto, a través de vosotros quiero hacer
llegar a todos los artistas mi invitación a la amistad, al diálogo y a la
colaboración.
Algunas circunstancias
significativas enriquecen este momento. Recordamos el décimo aniversario de la
Carta a los artistas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo
II. Por primera vez, en la víspera del gran jubileo del año 2000, este Romano
Pontífice, también él artista, escribió directamente a los artistas con la
solemnidad de un documento papal y el tono amistoso de una conversación entre
"los que —como reza el encabezamiento— con apasionada entrega buscan
nuevas "epifanías" de la belleza". El mismo Papa, hace
veinticinco años, había proclamado patrono de los artistas al beato Angélico,
presentándolo como un modelo de perfecta sintonía entre fe y arte. Pienso
también en el 7 de mayo de 1964, hace cuarenta y cinco años, cuando en este mismo
lugar se realizaba un acontecimiento histórico, que el Papa Pablo VI deseó
intensamente para reafirmar la amistad entre la Iglesia y las artes. Las
palabras que pronunció en aquella circunstancia siguen resonando hoy bajo la
bóveda de esta Capilla Sixtina, tocando el corazón y el intelecto. "Os
necesitamos —dijo—. Nuestro ministerio necesita vuestra colaboración. Porque,
como sabéis, nuestro ministerio es predicar y hacer accesible y comprensible,
más aún, conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de
Dios. Y en esta operación... vosotros sois maestros. Es vuestro oficio, vuestra
misión; y vuestro arte consiste en descubrir los tesoros del cielo del espíritu
y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad" (Insegnamenti
II, [1964], 313). La estima de Pablo VI por los artistas era tan grande que lo
impulsó a formular expresiones realmente atrevidas: "Si nos faltara
vuestra ayuda —proseguía—, el ministerio sería balbuciente e inseguro y
necesitaría hacer un esfuerzo, diríamos, para ser él mismo artístico, es más,
para ser profético. Para alcanzar la fuerza de expresión lírica de la belleza
intuitiva, necesitaría hacer coincidir el sacerdocio con el arte" (ib.,
314). En esa circunstancia, Pablo VI asumió el compromiso de "restablecer
la amistad entre la Iglesia y los artistas", y les pidió que aceptaran y
compartieran ese compromiso, analizando con seriedad y objetividad los motivos
que habían turbado esa relación, y asumiendo cada uno, con valentía y pasión,
la responsabilidad de un renovado itinerario de conocimiento y de diálogo,
profundo, con vistas a un auténtico "renacimiento" del arte, en el
contexto de un nuevo humanismo.
Ese histórico encuentro, como
decía, tuvo lugar aquí, en este santuario de fe y de creatividad humana. Por lo
tanto, no es una casualidad que nos encontremos precisamente en este lugar,
precioso por su arquitectura y por sus dimensiones simbólicas, pero más aún por
los frescos que lo hacen inconfundible, comenzando por las obras maestras de Perugino
y Botticelli, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli, Luca Signorelli y otros, hasta
llegar a las Historias del Génesis y al Juicio universal, obras excelsas de
Miguel Ángel Buonarroti, que dejó aquí una de las creaciones más
extraordinarias de toda la historia del arte. También aquí ha resonado a menudo
el lenguaje universal de la música, gracias al genio de grandes músicos, que
pusieron su arte al servicio de la liturgia, ayudando al alma a elevarse a
Dios. Al mismo tiempo, la Capilla Sixtina es un cofre singular de recuerdos, ya
que constituye el escenario, solemne y austero, de acontecimientos que marcan
la historia de la Iglesia y de la humanidad. Aquí como sabéis, el Colegio de
los cardenales elige al Papa; aquí viví también yo, con trepidación y confianza
absoluta en el Señor, el inolvidable momento de mi elección como Sucesor del
Apóstol Pedro.
Queridos amigos, dejemos que
estos frescos nos hablen hoy, atrayéndonos hacia la meta última de la historia
humana. El Juicio universal, que podéis ver majestuoso a mis espaldas, recuerda
que la historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es tensión
inexhausta hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que
siempre supera el presente mientras lo cruza. Pero con su dramatismo, este fresco
también nos pone a la vista el peligro de la caída definitiva del hombre, una
amenaza que se cierne sobre la humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas
del mal. El fresco lanza un fuerte grito profético contra el mal, contra toda
forma de injusticia. Sin embargo, para los creyentes Cristo resucitado es el
camino, la verdad y la vida; para quien lo sigue fielmente es la puerta que
introduce en el "cara a cara", en la visión de Dios de la que brota
ya sin limitaciones la felicidad plena y definitiva. Miguel Ángel ofrece así a
nuestra vista el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin de la historia, y nos
invita a recorrer con alegría, valentía y esperanza el itinerario de la vida.
Así pues, la dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, con sus colores y
sus formas, se hace anuncio de esperanza, invitación apremiante a elevar la
mirada hacia el horizonte último. El vínculo profundo entre belleza y esperanza
constituía también el núcleo fundamental del sugestivo Mensaje que Pablo VI
dirigió a los artistas al clausurar el concilio ecuménico Vaticano II, el 8 de
diciembre de 1965: "A todos vosotros —proclamó solemnemente— la Iglesia
del Concilio dice por nuestra voz: si sois los amigos del arte verdadero,
vosotros sois nuestros amigos" (Concilio Vaticano II. Constituciones.
Decretos. Declaraciones, BAC 1968, p. 841). Y añadió: "Este mundo en que
vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La
belleza, como la verdad, es lo que pone la alegría en el corazón de los hombres;
es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une las
generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras
manos... Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo"
(ib.).
Lamentablemente, el momento
actual no sólo está marcado por fenómenos negativos a nivel social y económico,
sino también por una esperanza cada vez más débil, por cierta desconfianza en
las relaciones humanas, de manera que aumentan los signos de resignación, de
agresividad y de desesperación. Además, el mundo en que vivimos corre el riesgo
de cambiar su rostro a causa de la acción no siempre sensata del hombre, que,
en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia los recursos del
planeta en beneficio de pocos y a menudo daña sus maravillas naturales. ¿Qué
puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede alentar al espíritu humano
a encontrar de nuevo el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a
soñar con una vida digna de su vocación, sino la belleza? Vosotros, queridos artistas,
sabéis bien que la experiencia de la belleza, de la belleza auténtica, no
efímera ni superficial, no es algo accesorio o secundario en la búsqueda del
sentido y de la felicidad, porque esa experiencia no aleja de la realidad,
sino, al contrario, lleva a una confrontación abierta con la vida diaria, para
liberarla de la oscuridad y trasfigurarla, a fin de hacerla luminosa y bella.
Una función esencial de la
verdadera belleza, que ya puso de relieve Platón, consiste en dar al hombre una
saludable "sacudida", que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la
resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un
dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo "despierta" y
le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e
impulsándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoievski que voy a citar es sin
duda atrevida y paradójica, pero invita a reflexionar: "La humanidad puede
vivir —dice— sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin
la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto
está aquí, toda la historia está aquí". En la misma línea dice el pintor
Georges Braque: "El arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia
tranquiliza". La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al
hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva
esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia.
La búsqueda de la belleza de la que hablo, evidentemente no consiste en una
fuga hacia lo irracional o en el mero estetismo.
Con demasiada frecuencia, sin
embargo, la belleza que se promociona es ilusoria y falaz, superficial y
deslumbrante hasta el aturdimiento y, en lugar de hacer que los hombres salgan
de sí mismos y se abran a horizontes de verdadera libertad atrayéndolos hacia
lo alto, los encierra en sí mismos y los hace todavía más esclavos, privados de
esperanza y de alegría. Se trata de una belleza seductora pero hipócrita, que
vuelve a despertar el afán, la voluntad de poder, de poseer, de dominar al
otro, y que se trasforma, muy pronto, en lo contrario, asumiendo los rostros de
la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación fin en sí misma. La
belleza auténtica, en cambio, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo
profundo de conocer, de amar, de ir hacia el Otro, hacia el más allá. Si
aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos,
redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido
profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos
puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario. Juan
Pablo II, en la Carta a los artistas, cita al respecto este verso de un poeta
polaco, Cyprian Norwid: "La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo;
el trabajo, para resurgir" (n. 3). Y más adelante añade: "En cuanto
búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo
cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso
cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más
desconcertantes del mal, el artista se hace, de algún modo, voz de la
expectativa universal de redención" (n. 10). Y en la conclusión afirma:
"La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente" (n.
16).
Estas últimas expresiones nos
impulsan a dar un paso adelante en nuestra reflexión. La belleza, desde la que
se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante
las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y
ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí
misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en
un camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios. El arte,
en todas sus expresiones, cuando se confronta con los grandes interrogantes de
la existencia, con los temas fundamentales de los que deriva el sentido de la
vida, puede asumir un valor religioso y transformarse en un camino de profunda
reflexión interior y de espiritualidad. Una prueba de esta afinidad, de esta
sintonía entre el camino de fe y el itinerario artístico, es el número
incalculable de obras de arte que tienen como protagonistas a los personajes,
las historias, los símbolos de esa inmensa reserva de "figuras" —en
sentido lato— que es la Biblia, la Sagrada Escritura. Las grandes narraciones
bíblicas, los temas, las imágenes, las parábolas han inspirado innumerables
obras maestras en todos los sectores de las artes, y han hablado al corazón de
todas las generaciones de creyentes mediante las obras de la artesanía y del
arte local, no menos elocuentes y cautivadoras.
A este propósito se habla de una
via pulchritudinis, un camino de la belleza que constituye al mismo tiempo un
recorrido artístico, estético, y un itinerario de fe, de búsqueda teológica. El
teólogo Hans Urs von Balthasar abre su gran obra titulada "Gloria. Una
estética teológica" con estas sugestivas expresiones: "Nuestra
palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra a la que
puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor
imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien, y su indisociable
unión" (Gloria. Una estética teológica, Ediciones Encuentro, Madrid 1985,
p. 22) . Observa también: "Es la belleza desinteresada sin la cual no
sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido
sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo
a su avidez y a su tristeza. Es la belleza que tampoco es ya apreciada ni
protegida por la religión" (ib.). Y concluye: "De aquel cuyo
semblante se crispa ante la sola mención de su nombre —pues para él la belleza
sólo es chuchería exótica del pasado burgués— podemos asegurar que, abierta o tácitamente,
ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar" (ib.).
Por lo tanto, el camino de la belleza nos lleva a reconocer el Todo en el
fragmento, el Infinito en lo finito, a Dios en la historia de la humanidad.
Simone Weil escribía al respecto:
"En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la
belleza está realmente la presencia de Dios. Existe casi una especie de
encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Lo bello es la
prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto todo arte de
primer orden es, por su esencia, religioso". La afirmación de Hermann
Hesse es todavía más icástica: "Arte significa: dentro de cada cosa
mostrar a Dios". Haciéndose eco de las palabras del Papa Pablo VI, el
siervo de Dios Juan Pablo II reafirmó el deseo de la Iglesia de renovar el
diálogo y la colaboración con los artistas: "Para transmitir el mensaje
que Cristo le ha encomendado, la Iglesia necesita del arte" (Carta a los
artistas, 12); pero preguntaba a continuación: "¿El arte tiene necesidad
de la Iglesia?", invitando de este modo a los artistas a volver a
encontrar en la experiencia religiosa, en la revelación cristiana y en el
"gran código" que es la Biblia una fuente renovada y motivada de
inspiración.
Queridos artistas, ya para
concluir, también yo quiero dirigiros, como mi predecesor, un llamamiento
cordial, amistoso y apasionado. Vosotros sois los guardianes de la belleza;
gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad,
de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y
esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso
humano. Por eso, sed agradecidos por los dones recibidos y plenamente
conscientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de hacer
comunicar en la belleza y mediante la belleza. Sed también vosotros, mediante
vuestro arte, anunciadores y testigos de esperanza para la humanidad. Y no
tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de
dialogar con los creyentes, con quienes como vosotros se sienten peregrinos en
el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita. La fe no quita nada a
vuestro genio, a vuestro arte, más aún, los exalta y los alimenta, los alienta
a cruzar el umbral y a contemplar con mirada fascinada y conmovida la meta
última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente.
San Agustín, cantor enamorado de
la belleza, reflexionando sobre el destino último del hombre y casi comentando
ante litteram la escena del Juicio que hoy tenéis delante de vuestros ojos,
escribía: "Gozaremos, por tanto, hermanos, de una visión que los ojos
nunca contemplaron, que los oídos nunca oyeron, que la fantasía nunca imaginó:
una visión que supera todas las bellezas terrenas, la del oro, la de la plata,
la de los bosques y los campos, la del mar y el cielo, la del sol y la luna, la
de las estrellas y los ángeles; la razón es la siguiente: que esta es la fuente
de todas las demás bellezas" (In Ep. Jo. Tr. 4, 5: PL 35, 2008). Queridos
artistas, os deseo a todos que llevéis en vuestros ojos, en vuestras manos, en
vuestro corazón esta visión, para que os dé alegría e inspire siempre vuestras
obras bellas. A la vez que os bendigo de corazón, os saludo, como ya hizo Pablo
VI, con una sola palabra: ¡Hasta la vista!
1 comentario:
La precisión y amplitud que contienen estas palabras nunca se agotan; vuelvo a este texto luego de haberlo leído antes, y sigue abriendo puertas.
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