Cuando por fin pude escuchar el Quinteto para piano y cuerdas en fa mayor Op 34 de Brahms, fue un día inolvidable para mi educación sensorial. Todavía recuerdo el embrujo que causó en mi el Scherzo: allegro. Una de los momentos más logrados de la historia de la música de cámara. Igual me ocurrió con el Quinteto para piano y cuerdas en fa menor de César Franck y su terrible Lento con molto sentimento, acaso una de las "cosas" más tristes que me han tocado escuchar en mi vida. Y todavía centellean en altura el Trio "Fantasma" de Beethoven, "El cuarteto para el fin del tiempo" de Massiaen. En fin, obras que estremecen con sólo pensar que existen. Y más todavía en el universo de lo sonoro.
Hoy el recuerdo es para el Quinteto para cuerdas en do mayor D 956 de Schubert. Una de las cimas, qué duda cabe, de la música de cámara. Gracias a que Schubert incluyó en segundo violonchelo, la obra adquiere un poder que pocas veces ha poseído el quinteto para cuerdas. Quizás no haya otro quinteto de cuerdas que se le asemeje en calidad. Schubert con esta obra crea un lenguaje para la música de cámara plenamente romántico, abriendo una ruta nueva ante los monumentales cuartetos para cuerda, del Op 127 al 135, de Beethoven.
La pasión que desborda el Quinteto en do mayor es impresionante a falta de un adjetivo más exacto. Los recursos que llegó a poseer Schubert para acometer dicha obra son tan evidentes, por diafanidad y certidumbre, que está composición habla en todos los lenguajes del corazón posibles. ¿Qué corazón es el que habla? El de Schubert. El de Schubert a punto de elevar sus raíces al instancia alada. Antes Beethoven y sólo después Brahms, llegaron a esa plenitud. Y es así que el nexo de la perfección de la santísima trinidad de la música de cámara (Beethoven, Schubert y Brahms) queda establecida.
I. Allegro ma non troppo
II. Adagio
III. Scherzo. Presto - Trio. Andante sostenuto
IV. Allegretto
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