Dante por Giotto |
Lo sabemos bien. El neofacismo indigenista y los estudios culturales ( y sus nefastas derivaciones), lo han ocultado en esta parte del mundo. Nos dicen que es absurdo que un latinoamericano conozca y se asombre del universo de los clásicos. Nos dicen que debemos mirar nuestro terruño, aun cuando no sepamos bien que diablos es eso. Permanecemos en la provincia, nunca como ahora. Quizás por ello, la sentencia de Hegel ahora tiene mayor contundencia: "La lechuza de Minerva levanta vuelo cuando empieza el ocaso". Estamos en el ocaso y la sabiduría nos abandona. Los antropólogos y los sociólogos de la literatura están en su fiesta terminal. Y los imagino como las hordas de la Gestapo y de las SS, pero esta vez quemando a Homero, a Cervantes, a Dante, a Leopardi, a todos ellos y a otros más. Antropólogos y sociólogos contra la humanidad. Tenían razón Popper y Hayek cuando cogieron del cuello las ciencias sociales y las agitaron como lo hicieron. Pero ya habían sembrado las semillas de su barbarie.
Sin belleza no hay bien ni verdad. Lo decía bien Von Balthsar. Y las tres se encarnaron en Dante, las tres en La Comedia. El mayor canto hecho por un hombre; Teodramática en su mayor amplitud. No vamos a abundar en más sobre Dante. Los dantófilos podrán decirlo mejor que yo. Lo único que puedo afirmar que mientras existan lectores que presientan los grandes temas de la humanidad, la obra de los clásicos, nunca morirá a pesar de los adoradores de la "brutezza".
Comparto el Canto XXXIII del Paraíso.
Virgen
Madre, hija de tu hijo,
humilde
y alta más que otra criatura,
término
fijo del consejo eterno,
tú eres
quien la humana natura
ennobleció
tanto, que su hacedor
no
desdeñó hacerse su hechura.
En tu
vientre se reencendió el amor,
a cuyo
calor en la eterna paz
ha
germinado así esta flor.
Para
nosotros eres aquí meridiana faz
de
caridad, y abajo, entre los mortales,
eres de
la esperanza fuente vivaz.
Señora,
eres tan grande y tanto vales,
que
quien quiere gracia y a ti no se acoge,
su deseo
quiere que sin alas vuele.
Tu
benignidad no sólo socorre
a quien
demanda, mas muchas veces
liberal
al demandar precede.
En ti
misericordia, en ti piedad,
en ti
magnificencia, en ti se aduna
cuanto
en la criatura hay de bondad.
Ahora,
este, que de la ínfima laguna
del
universo hasta aquí ha visto
las
vidas espirituales una a una,
te
suplica, por gracia, de virtud
tanta,
que pueda con los ojos alzarse
más alto
hasta la última salud.
Y yo,
que nunca por mi propio ver me inflamé
como
hago por el suyo, todas mis preces
te
ofrezco, y ruego que no sean escasas,
por que
de toda nube lo desligues
de su
mortalidad con tus ruegos,
para que
el sumo placer se le despliegue.
Aún más
te ruego, reina, que puedes
lo que
quieres, que conserves sanos,
luego de
tanto ver, sus afectos.
Venza tu
guardia las mociones humanas:
¡Mira a
Beatriz con cuantos beatos
a favor
de mis ruegos juntan las manos!
Aquellos
ojos de Dios amados y venerados,
fijos en
el orador, demostraron
cuánto
los ruegos devotos le son gratos;
de allí
a la eterna luz se alzaron,
de lo
cual no debe creerse que pueda
una
criatura dirigir un mirar tan claro.
Y yo que
al final de todas mis deseos
me
acercaba, como era natural,
calmé el
ardor en mí de mi deseo.
Bernardo
me indicaba y sonreía
para que
mirase arriba; mas yo estaba
ya por
mi mismo como él quería;
porque
mi vista, venida sincera,
más y
más se metía por el rayo
de la
alta luz que en sí misma es verdadera.
De aquí
en adelante mi mirar fue mayor
que nuestra
charla, que a la visión cede,
y cede
la memoria a grandeza tanta.
Como
quien soñando mira,
que tras
el sueño la emoción impresa
queda, y
lo otro la mente no retiene,
así
estaba yo, que casi a su término llegada
mi
visión, todavía me destila
en el corazón
el dulzor que nació de ella.
Así al
Sol la nieve se desliga;
así al
viento en las hojas leves
se
pierde la sentencia de Sibila.
¡Oh
suprema luz, que te elevas tanto
de los
mortales conceptos! A mi mente
presta
de nuevo un poco de lo que parecías,
y haz mi
lengua tan potente,
que al
menos una chispa de tu gloria
pueda
dejar a la futura gente;
pues,
por volver un tanto a mi memoria
y por
resonar un poco en estos versos,
más se
comprenderá de tu victoria.
Creo yo,
por lo intenso que sufrí
del vivo
rayo, que me habría perdido,
si mis
ojos de él hubiéranse partido.
Y
recuerdo, que por ello más audaz
me hice
a soportar tanto, que uní
mi
mirada al valor infinito.
¡Oh
abundante gracia por la que presumí
fijar la
vista en la luz eterna,
tanto
que la fuerza de la visión consumí!
En su
profundo vi que se interna,
ligado
con amor en un volumen,
todo lo
que por el universo se desencuaderna;
sustancia
y accidente y sus costumbres
cuasi
confundidos entre sí, de modo tal
que lo
que digo modesta es vislumbre.
La forma
universal de este nudo
creo que
vi, que al recordarlo,
diciendo
esto, siento mayor gozo.
Un punto
sólo me causa más letargo
que
veinticinco siglos idos de la empresa
que
movió a Neptuno a admirar la sombra de Argos.
Así mi
mente enteramente suspendida,
fija
miraba, inmóvil y atenta,
y
siempre de admirar encendida.
Y en
aquella luz tal uno se renueva,
que
apartarse de ella hacia otro aspecto
es
imposible que nunca se consienta;
pues el
bien, que del querer es objeto,
entero
en ella se encierra; y fuera de ella
es
defectivo lo que allí es perfecto.
En
adelante será más corta mi conversa,
sólo de
lo que recuerdo, que la de un infante
que en
el pezón baña todavía la lengua.
No era
que más de un simple semblante
hubiera
en aquella luz que yo miraba,
pues es
siempre así como era antes;
sino
porque la visión se avaloraba
en mi
mirada, una sola apariencia,
mudando
yo, por mi se trastocaba.
En la
profunda y clara subsistencia
del alto
lumbre me aparecieron tres giros
de tres
colores y de un continente;
y uno de
otro como iris de iris
parecía
reflejo, y el tercero parecía fuego,
que aquí
y allá igualmente se espire.
¡Oh!
¡Cuán poco es el decir y cuán flaco
mi
concepto! y esto, y lo que vi,
es
tanto, que no basta con decir “poco”.
¡Oh luz
eterna que sola en ti sedes,
sola te
entiendes, y por ti entendida
y tú te
entiendes, amas y sonríes!
Aquel
circular, que así concebido
parecía
en ti como luz refleja,
contemplado
por mis ojos en torno,
dentro
de sí, de su color mismo,
me
parecía ver pintada nuestra efigie;
porque
mi rostro en él estaba metido todo.
Como el
geómetra que se afana y aflige
por
medir el cerco, y no encuentra,
pensando,
el principio que precisa,
así
estaba yo en aquella visión nueva;
ver
quería cómo la imagen al círculo
correspondía
y cómo allí se encontraba;
mas no
bastaban las propias alas:
si no
que mi mente fue herida
de un
fulgor que cumplió su anhelo.
A la
alta fantasía aquí faltaron fuerzas;
mas ya
movía mi deseo y mi velle,
como
rueda a su vez movida,
el amor
que mueve el Sol y las demás estrellas.
Después de una lectura de Dante. Franz Liszt
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