Releo a Romano Guardini (¡Cuánta sabiduría¡) y me sigo lamentando de la falta actual de teólogos de ese nivel, de esta profundidad, de esa sensibilidad. Teólogos formados para comprender la complejidad del mundo en sus diversos matices. Y ser capaces de defender lo que objetivamente es el bien, la verdad y la belleza. Cuando el teólogo renunció a los trascendentales, dejó de dialogar con el mundo en serio. Por eso el mundo ya no lo toma en cuenta. Porque, al perder la belleza, la verdad carece de esplendor. Sin belleza no hay misterio; el mundo no se percibe en su conmovedora profundidad.
Leo a Guardini. Y el esplendor de un texto luminoso se alza por el firmamento de esta tarde de abril. Releo Sólo el que conoce a Dios conoce al hombre, una conferencia de 1952, editada en libro hace unos años y que ahora transcribo en parte:
Cuando
vemos el pensar, ver y configurarse el orden y la sabiduría de los primeros
quince siglos después de Cristo, vemos también cómo en todos los ámbitos el
hombre penetra en sus propias raíces. Subiendo a la majestad de Dios encuentra
su verdad propia; experimentando la interioridad de Dios, entra en su propia
profundidad, ansiando la gloria de Dios, comprende su propia nostalgia. La
ciencia de hoy es incapaz de ver el arte de estos siglos. Sabe de infinitos
datos y relaciones, formas y estilos, pero no ve lo propio: el encuentro del
hombre consigo mismo en el encuentro con Dios, se trate de la figura humana
misma o de los espacios humanamente configurados del templo, palacio o casa;
del destino del hombre en la poesía y el drama, o de la vida del corazón en la
música.
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