La Prèire. Man Ray |
Ante el espejo, se mira la belleza. El reflejo no es el de la belleza real que resplandece junto al bien y a la verdad, al modo de los transcendentales. Sólo es belleza, desnuda y solitaria ante si misma. Esa belleza, reflejo de la real, se convierte en una puerta hacia lo desconocido. Sin bien ni verdad, es belleza ilimitada; incontinente en sensaciones, en pulsaciones, en pasiones. Es la belleza más allá del bien y del mal, más allá de la verdad y de la mentira. Y por eso, profundamente trágica, dolorosa, incomprensible.
Ante la otra belleza, la que se mira ante el espejo, la reacción suele ser también descontrolada. Pues al no existir lo límites del bien y de la verdad. El contemplador se sumerge en el frenesí de la experiencia estética sin más. Belleza que nos lleva a la luz y al dolor. Pero que un rapto de última lucidez, el espectador logra unir, creando un nuevo tipo de relación con la última belleza.
Ya dentro del espejo, la belleza se torna en sombra y tiniebla, en lucha y en esfuerzo. Lucha por seguir siendo a pesar de si misma. Por eso en la música, la otra belleza, ya no encanta, sino nos devora. Ya no logra equilibrar nuestros afectos, sino los expande al límite. Pero rompiendo incluso el límite, haciéndolo siniestro, compulsivo, ansioso. Sin embargo, tras la ruptura final, la música vuelve agotada; se convierte en restos mínimos, fragmentos de lo que fue en algún momento. La belleza en el espejo se desdibuja a si misma. Ya no hay un cuerpo unificado, sino brazos, piernas, cabeza, ojos, manos, etc. Partes de lo que fue. Fragmentos de un sueño que se disuelve sin esfuerzo; languidece esperando su muerte.
Presento ahora, ejemplos de lo que considero la otra belleza. No tengo el modo de justificar su inclusión en este texto. Quizás sólo el modo impresionista de mis percepciones musicales o los términos afectivos de mis sensaciones. No hay forma de justificar estas palabras. Sólo tu estimado (a) lector(a) llegarán a entenderlo si escuchas con atención.
Para Alina de Arvo Pärt.
Canto secondo. Suite para violonchelo n.º 1 Op 72 de Benjamin Britten
Monólogo para Fagot. Isang Yun
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