El Silencio, José Tola 2013 |
Reconozco de memoria la geografía de los acantilados de la bahía de Lima, mi ciudad. Sobre todo, aquellos que van desde Magdalena del Mar hacia Barranco y Chorrillos, hacia el sur. Para los limeños de la costa, los acantilados y el mar que se erige ante ellos, son uno de nuestros referentes naturales, junto a la sempiterna neblina que nos acompaña de abril a noviembre. Como decía, puedo recorrer desde la memoria todos los acantilados de Lima y los malecones que permiten ver los mejores crepúsculos del oceano pacífico. Pues Lima, en primavera y en verano, está prendida de sus atardeceres. Haciéndose uno, en extraño commubio.
De todas las Limas del oeste, la Lima de Miraflores tiene su propia lógica y retórica; posee su propia poética y su ética. Tiene un sonido, una luz, un rumor, que sólo los que hemos andado- por años- por sus calles y malecones, podemos entender. Es el centro de Lima de los limeños occidentales. Y, al mismo tiempo, es la puerta de entrada a cierta utopía y también distopía. Utopía, porque puede ser el referente de una sociedad múltiple, progresista, cosmopolita, moderna y demás. Pero también distopía, por su caos urbano, sus contrastes estéticos y el abigarramiento total, desde el gastronómico hasta el de los habitos.
Como no hay un "limeño", sino infinidad de limeños. Así también no hay un "miraflorino", sino miraflorinos. Y cada tipo de miraflorino, con actos y potencias bastante evidentes. Hay que haber vivido muchos años en Miraflores para darse cuenta de esas sutilezas, sutilezas que muchos otros no comprenderían. Pero lo que es cierto es que Miraflores ya no es-desde hace muchas décadas- aquella Miraflores que me contaba con amorosa memoria mi querido amigo, el pintor Leslie Lee; Miraflores como una villa de todos los occidentes posibles, pero que asumía que los "Himalaya estaban más cerca que los Andes". Obviamente, no juzgaría mal tal consideración, sino como constatación de hecho. Pues nadie está obligado a sentir como cercano algo que en realidad, al estar tan cerca (como los Andes) en realidad está muy lejos. Las distancias del error de seguir juntos. ¿Cambiará algún día? ¿Nos disgregaremos?
En el orden de cosas morales, la cuestión involucra a los afectados y a aquellos que, por una razón cultural, consideran que ello les concierne. Y el debate en torno a la pertinencia de la escultura del artista plástico José Tola,"El Silencio", por sus características, se encuentra dentro de las problematizaciones éticas. La causa profunda del porqué esta escultura llegó a instalarse en el Malecón Cisneros (en Miraflores) se desconoce. Sólo se sabe que la Municipalidad de Miraflores la autorizó y la inauguró con socarrón discurso del artista en cuestión. Si José Tola es un artista relevante o no, lo determinarán los críticos de arte, los historiadores de arte, el mercado de obras de arte, en suma, esa comunidad que Arthur Danto llamó "el mundo del arte". También si la escultura posee méritos artísticos, será tarea de los que saben de artes pláticas. Tanto Tola como su escultura, son un asunto estético y de las disciplinas que estudian esa relación estética, incluso poría ser un tema de aquellos que tematizan desde la sociología y la antropología del arte.
Pero una escultura en un espacio público ya no es una cuestión estética, sino también ética. Pues afecta al "ethos" que convive. Sobre todo, a los ciudadanos- si, ciudadanos- que viven en la inmediaciones de la escultura en cuestión. Soy consciente de esto porque a mi me tocó presenciar dos hechos donde la práctica cultural afectaba mi vida directamente. En primer lugar los "Tambores para Paz" y en segundo lugar la vendedora ambulante de antichuchos Grimanesa Vargas.
A lo lejos, se percibe a un grupo de jóvenes bailando, cantando y tocando tambores. Son los "Tambores para la Paz". Tocan felices, llenos de paz y de amor en los parques y malecones miraflorinos los fines de semana. Pero nadie sabe el sufrimiento que ocasionan. Si, sufrimiento. Pues esa algarabía, ese tronar de tambores en "paz y amor", era desesperante. Pues nada nos obliga a escuchar aquello que a los otros les hace feliz. Lo que para algunos era libre expresión de la alegría, para otros era sufrimiento en el caos cacofónico. ¿Tiene alguien derecho de imponer su bulla a otro? No. Algunos vecinos expresaron su descontento, aduciendo la regla de oro de convivencia humana: los límites de tu libertad terminan cuando empiezan los míos. La respuesta de los Tambores y sus amigos, fue la misma argumentación fascista de siempre: si no te gusta, entonces, aguanta. Y claro, los vecinos descontentos fueron etiquetados en las redes sociales de lo correcto como "intolerantes", "medievales", "amargados", "eurocéntricos", "locos", etc. Nadie estaba en contra de la música, ni de la libertad de expresarla; si tanto querían hacerlo y con tanta vehemencia, estaba el sacrosanto espacio privado. Es en ese espacio privado donde uno puede ser plenamente, porque no se invade al otro.
Con Grimanesa Vargas, la cuestión fue mayor. Porque una calle tranquila se transformó, gracias a su habilidad culinaria, en un chiquero nocturno, donde los amantes del sabor local no sólo comían felices los sabrosos anticuchos de la "tía Grimma", sino que hacían con la calle, sus jardines, sus veredas, lo que les daba la gana. Felizmente los vecinos, los afectados directos, vencieron después de una batalla larga y llena de sinsabores. Esa experiencia me dejó varias enseñanzas. Una de ellas es que las personas llegamos a ser conscientes de nuestros derechos sólo cuando algo los amenaza. La otra, es que muchas personas defienden el caos de las costumbres culturales (el folklore) mientras no lo tienen en sus narices. Es fácil pregonar la "grandeza" de la cultura popular mientras no humee- con olor a carne quemada- nuestra casa todas las noches. Como suele pasar, los que luchamos contra cremación diaria a la que nos condenaba la "tía Grimma", fuimos tachados de "locos", "medievales", "racistas", "envidiosos", etc. La señora Grimanesa Vargas tenía todo el derecho de ganarse la vida con el talento que le dio Dios, pero no tenía derecho de hacerlo haciendo de la vida nocturna de los vecinos involucrados, un infierno.
Aun cuando es un caso diferente, la imposición de la escultura "El Silencio" posee similitudes con las experiencias que les he contado. Nadie puede estar en contra de un objeto artístico. Pues un objeto es eso: un objeto. Tampoco se puede estar en contra de un artista, pues un artista es eso; un ser humano que oficia de artista. El asunto es otro. Y tiene que ver con una palabra: respeto. Respeto por los que viven y hacen su vida diaria en un espacio urbano determinado. Las autoridades, las fundaciones de apoyo al arte y demás, deben aprender algo: consultar antes de actuar. Lograr un máximo de consenso si quieren que una obra de arte o una práctica cultural sea aceptada por el mayor número posible de involucrados.
Que me guste o no la susodicha escultura de José Tola es irrelevante. Lo que considero incorrecto es que esta obra se hallé en un lugar, el Malecón Cisneros, sin un consenso máximo que involucre a los vecinos lugareños. Y no podemos adjetivar de "medievales", "locos", "racistas", "ignorantes", etc, a personas que con legitimo derecho se indignan del fascista procedimiento de la imposición y la burla que le sigue. Eso no esta bien. Y en nombre del arte, mucho menos.
A lo lejos, se percibe a un grupo de jóvenes bailando, cantando y tocando tambores. Son los "Tambores para la Paz". Tocan felices, llenos de paz y de amor en los parques y malecones miraflorinos los fines de semana. Pero nadie sabe el sufrimiento que ocasionan. Si, sufrimiento. Pues esa algarabía, ese tronar de tambores en "paz y amor", era desesperante. Pues nada nos obliga a escuchar aquello que a los otros les hace feliz. Lo que para algunos era libre expresión de la alegría, para otros era sufrimiento en el caos cacofónico. ¿Tiene alguien derecho de imponer su bulla a otro? No. Algunos vecinos expresaron su descontento, aduciendo la regla de oro de convivencia humana: los límites de tu libertad terminan cuando empiezan los míos. La respuesta de los Tambores y sus amigos, fue la misma argumentación fascista de siempre: si no te gusta, entonces, aguanta. Y claro, los vecinos descontentos fueron etiquetados en las redes sociales de lo correcto como "intolerantes", "medievales", "amargados", "eurocéntricos", "locos", etc. Nadie estaba en contra de la música, ni de la libertad de expresarla; si tanto querían hacerlo y con tanta vehemencia, estaba el sacrosanto espacio privado. Es en ese espacio privado donde uno puede ser plenamente, porque no se invade al otro.
Con Grimanesa Vargas, la cuestión fue mayor. Porque una calle tranquila se transformó, gracias a su habilidad culinaria, en un chiquero nocturno, donde los amantes del sabor local no sólo comían felices los sabrosos anticuchos de la "tía Grimma", sino que hacían con la calle, sus jardines, sus veredas, lo que les daba la gana. Felizmente los vecinos, los afectados directos, vencieron después de una batalla larga y llena de sinsabores. Esa experiencia me dejó varias enseñanzas. Una de ellas es que las personas llegamos a ser conscientes de nuestros derechos sólo cuando algo los amenaza. La otra, es que muchas personas defienden el caos de las costumbres culturales (el folklore) mientras no lo tienen en sus narices. Es fácil pregonar la "grandeza" de la cultura popular mientras no humee- con olor a carne quemada- nuestra casa todas las noches. Como suele pasar, los que luchamos contra cremación diaria a la que nos condenaba la "tía Grimma", fuimos tachados de "locos", "medievales", "racistas", "envidiosos", etc. La señora Grimanesa Vargas tenía todo el derecho de ganarse la vida con el talento que le dio Dios, pero no tenía derecho de hacerlo haciendo de la vida nocturna de los vecinos involucrados, un infierno.
Aun cuando es un caso diferente, la imposición de la escultura "El Silencio" posee similitudes con las experiencias que les he contado. Nadie puede estar en contra de un objeto artístico. Pues un objeto es eso: un objeto. Tampoco se puede estar en contra de un artista, pues un artista es eso; un ser humano que oficia de artista. El asunto es otro. Y tiene que ver con una palabra: respeto. Respeto por los que viven y hacen su vida diaria en un espacio urbano determinado. Las autoridades, las fundaciones de apoyo al arte y demás, deben aprender algo: consultar antes de actuar. Lograr un máximo de consenso si quieren que una obra de arte o una práctica cultural sea aceptada por el mayor número posible de involucrados.
Que me guste o no la susodicha escultura de José Tola es irrelevante. Lo que considero incorrecto es que esta obra se hallé en un lugar, el Malecón Cisneros, sin un consenso máximo que involucre a los vecinos lugareños. Y no podemos adjetivar de "medievales", "locos", "racistas", "ignorantes", etc, a personas que con legitimo derecho se indignan del fascista procedimiento de la imposición y la burla que le sigue. Eso no esta bien. Y en nombre del arte, mucho menos.
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