Hay algo contradictorio y perturtabor en la polifonía. Nació en las postrimerías de la extraña e insondable Edad Media y se erigió triunfante en el Renacimiento humanista. Tuvo hondas motivaciones religiosas y místicas, pero se construyó a partir de una propuesta matemática. Reinó en catedrales, basílicas; encandiló a las cortes y comulgó con la burguesía floreciente. La Reforma y Contrreforma fueron fundamentales para su eclipse. La primera- con Lutero en mano- la consideró un ejercicio sacrílego que alejaba a los cristianos del verdadero canto religioso. La segunda, bajo el Concilio de Trento, una práctica que convertía a la liturgia en un espectáculo musical que separaba lo cultual a lo artístico, es decir, muchos fieles iban a los servicios eclesíasticos por un interés fundamentalmente estético.
Expulsada del templo (en la Reforma) o reducida en sus alcances (en la Contrarreforma), la polifonía vocal se amplió y tornó en polifonía instrumental a lo largo del siglo XVII. El barroco se nutrió de ella, haciendo evolucionar sus formas hacia la fuga y el contrapunto del modo que todos gozamos y conocemos. Tal devenir no hizo más que demostrar el triunfo posterior de la polifonía. Pues la pretención de hacer una ciencia de la música, hizo posible la evolución e innovación que después descubrimos. Hoy, a la luz de otras evidencias y gustos, la experiencia polifónica es percibida como un artificio genial, carente de sustancia. Esto es injusto. Gracias a ella, la música occidental es lo que es. Una práctica que se ha construído y se construye desde bases físico-acústicas, cánones formales y exploraciones sobre los efectos del sonido en la razón y en los sentimientos.
Spem in Allium - Motete a 40 voces- Thomas Tallis (1505 - 1585)
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