Charles Darwin |
Una de la autobiografías que más recuerdo es la de Charles Darwin. La leí con fruición hace muchos años, no sólo por la relevancia que posee en ilustre científico inglés en el desarrollo de las ciencias naturales, sino por la calidad de sus observaciones, la agudeza de sus juicios y la honestidad con la era capaz de mirarse a si mismo. Cuando terminé de leer su autobiografía, quedé convencido de la grandeza intelectual de este hombre, capaz de haber movido la concepción que el ser humano tenía de si hasta ese momento. La teoría de Darwin nos bajó del caballo y nos demostró que somos, a la larga, un especie más en el tercer planeta.
Uno de los momentos más interesante de su biografía, es cuando Darwin se refiere a si como un hombre que poco a poco ha ido perdiendo la facultad de emocionarse ante el artístico. Esa pérdida, según el científico inglés, nos conduce a una creciente falta de sensibilidad y, por lo tanto, a ser más proclives a hacer el mal. Las reflexiones que hace Darwin son profundas y las transcribo literalmente:
He dicho que en un aspecto mi
mente ha cambiado durante los últimos veinte o treinta años. Hasta la edad de treinta, o algo más, muchos
tipos de poesía, tales como las obras de Milton, Gray, Byron, Wordsworth, Colerige y Shelley me
procuraban un gran placer, e incluso cuando colegial me deleitaba intensamente
con la lectura de Shakespeare, especialmente en las obras históricas. También he dicho que antaño
la pintura me gustaba bastante, y la música muchísimo. Pero desde hace muchos años no
tengo paciencia para leer una línea de poesía; poco tiempo atrás he intentado leer a
Shakespeare y lo he encontrado tan intolerantemente pesado que me dio náuseas.
También he perdido prácticamente
mi afición por la pintura o la música.
Por lo general, la música, en lugar de distraerme, me hace pensar demasiado
activamente en aquello en lo que he estado trabajando. Conservo un cierto gusto
por los bellos paisajes, pero no me causan el exquisito deleite de antaño. Por
otra parte, durante años, las novelas, que son obras de la imaginación aunque
de no muy alta categoría, han sido para mí un maravilloso descanso y placer, y
a menudo bendigo a los novelistas. Me han leído en voz alta un número sorprendente de novelas, y me gustan
todas si son medianamente buenas y no terminan mal —contra éstas debía
promulgarse una ley. Para mi gusto, una novela no es de primera categoría a
menos que contenga una persona que lo conquiste a uno por completo, y si es una mujer guapa, mucho mejor.
Esta curiosa y lamentable pérdida
de los más elevados gustos estéticos es de lo más extraño, pues los libros de historia, biografías,
viajes (independientemente de los datos científicos que puedan contener), y los ensayos sobre todo
tipo de materias me siguen interesando igual que antes. Mi mente parece haberse convertido en
una máquina que elabora leyes generales a partir de enormes cantidades de
datos; pero lo que no puedo concebir es por qué esto ha ocasionado únicamente
la atrofia de aquellas partes del cerebro de la que dependen las aficiones más elevadas. Supongo que una persona de mente
mejor organizada o constituida que la mía no habría padecido esto, y si tuviera
que vivir de nuevo mi vida, me impondría la obligación de leer algo de poesía y escuchar algo de música por
lo menos una vez a la semana, pues tal vez de este modo se mantendría activa por el uso la
parte de mi cerebro ahora atrofiada. La pérdida de estas aficiones supone una merma de
felicidad y puede ser perjudicial para el intelecto, y más probablemente para el carácter moral, pues
debilita el lado emotivo de nuestra naturaleza.
Asumo como ciertas las honestas observaciones de Darwin. Trato por un momento de pensar en una composición conmovedora, llena de sentimiento; capaz de hacer que nosotros, los seres humanos, nos elevemos desde nuestra pequeñez hacia horizontes infinitos de belleza. Leyendo al gran Darwin no dejo pensar en los trascendentales: bondad, belleza, verdad. Y pienso en una de las más grandes arias y recitativos de la historia: el lamento de Dido, de la opera Dido y Eneas de Purcell. Eneas abandona Cartago y la reina decide acabar con su vida. No encuentro mejor ejemplo de la música convertida en vehículo de belleza infinita en este momento.
Recitativo:
Dame tu mano, Belinda; la
oscuridad me envuelve.
En tu seno déjame descansar.
Más quisiera, pero la muerte me
invade;
La muerte es ahora una bienvenida
visita.
Aria:
Cuando yazga, yazga en la tierra,
que mis errores
no causen cuitas a tu pecho;
Recuérdame, pero ¡ah! olvida mi
destino;
Recuérdame, recuérdame, pero ¡ah!
olvida mi destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario