Día a día la conciencia de la mortalidad se acrecienta. Todo ha de perecer, incluso lo más amado y odiado, lo más bello y terrible. Una constatación diaria es cuando descubrimos que en las tentativas del fracaso se evidencian nuestras limitaciones. No podemos muchas cosas. Nuestras posibilidades se ven excedidas ante la inmensidad de efectos y causas de este singular universo. El todo es gigante y a la vez extraño. Es gigante, porque una mente breve como la mía es incapaz de concebirlo. Es extraño, porque los individuales son inefables; los eventos, a la larga, inescrutables. La vida es rara; es raro estar vivo. Sorprende saber y entender que en un tiempo (indeterminado) estaré muerto. Y también sorprende que todo estará inevitablemente muerto.
Pero al mismo tiempo que la conciencia de la mortalidad se acrecienta, me viene una ilusión de continuidad; una ilusión que se nutre de la fe cada vez más madura y grande que tengo en Mi Dios. Sin mi Dios, incluso el amor humano más excelso, se diluye en la contingencia. La ilusión del tiempo continuo debe venir, pienso, de la certeza que Dios ofrece. Por ello el amor humano a los otros, debe estar fundado en el amor supremo.
Todo esto me remite a dos instancias de reminiscencia. La primera, la Carta a los Romanos de Pablo de Tarso (8, 38-39): Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor. Estos versículos son como una roca inmensa de certezas que proveen de un sentido de vida maravilloso. El sentido de vida no sólo es bueno, también es bello. Pues es bello amar a Dios y bello es ser amado por Dios.
La segunda reminiscencia proviene del arte, de la música concretamente. Gabriel Fauré estuvo marcado por las presiones sentimentales como pocos. De carácter complicado y triste, nos legó obras maravillosas como Elegía para violonchelo y piano Op 24 , compuesta en 1883 y en versión orquestada en 1890. Siempre he pensado que esta obra de Fauré es una suerte de meditación sobre la muerte escrita en clave de desesperanza. Pensaríamos que la desesperanza es el camino opuesto a la luz de la verdad esperanzadora. Nada más falso. Cuanto más cercana esta la sombra, la luz del ser inquieto la vence. La tristeza de la Elegía nos conmueve porque estamos vivos y queremos seguir estándolo.
Elegía para violonchelo y piano Op 24. Gabriel Fauré
2 comentarios:
Maravillosa música y texto.
Muchas gracias por su comentario. Saludos
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